
Muchas veces me he referido a que un sistema tributario debe tener un cierto sentido de justicia, pero por supuesto tiene una contrapartida, cual es que esos recursos sean usados con sensatez, con mesura. Posiblemente si esto último fuera la norma, la gente estaría más dispuesta a enfrentar su parte del costo de mantener un Gobierno, que se supone le debe proteger ante terceros que desean causarle daño y darle seguridad.
Difícilmente nuestro Gobierno exhibe sensatez en la forma en que dispone de su gasto. Por ello, nos guste o no nos guste el ejercicio, por llamarlo de alguna manera, que recientemente realizó el Diputado Luis Fishman, nos ha de servir de recordatorio de lo lejos que está nuestro Estado de aquella mesura, de aquellos principios de probidad que exige un manejo sensato de los recursos que los ciudadanos hemos confiado en el Estado, para que nos brinde ese servicio esencial de proveernos de seguridad ante el enemigo interno y el externo, fundamentalmente.
Lo que pasa es que uno observa en los Estados modernos, que no por ello son más inteligentes sino tan sólo más cercanos en el tiempo, cómo la dispendiosidad es la regla que más bien rige el gasto, lo que estimula a que se inmiscuya en cuanta cosa se le puede ocurrir a algún gobernante de turno. No voy a satanizar esta práctica del gobernante respecto al gasto y puedo hasta asumir que muchas veces es impulsado por las mejores intenciones en sus propósitos de gasto. Pero esto no suficiente justificación de lo que se observa.
Cuando los hechos muestran una y otra vez que esos propósitos supuestamente loables constituyen una simple sustitución de acción gubernamental por la acción privada de las personas, sólo que ejercitada a un costo mayor; o sea, con una ineficiencia mayor, da lástima que el mejor uso que los individuos pueden hacer con sus recursos bien ganados sirviendo a los demás, sea empleado en la creación usualmente, de una burocracia que es la que disfruta de ese gasto, más que nadie.
No se está abogando porque tengamos una sociedad sin Estado. Tal vez sólo una mente febrilmente política de alguien que presume de sabio bienhechor, pueda acusar a quienes nos oponemos al despilfarro y a la intromisión del Estado en la vida del ciudadano, como seres que anhelamos un regreso al pasado. Tal vez para algunas cosas el pasado puede haber sido mejor, pero en la realidad de las cosas, sólo cuenta el presente, al igual que las posibilidades de tener un futuro que sea mejor que la actualidad. Si se tiene un sistema tributario que cada vez sangra más a las familias, dejando menos recursos para poder satisfacer sus necesidades de consumo y sus deseos de crecimiento por medio del ahorro y de la inversión, pues ese futuro nunca podrá llegar a ser mejor.
De aquí que no se trata de anhelar pasados, sino de tener posibilidades para un crecimiento mayor y mejor. Si para condiciones económicas normales sirve esta regla, más aún cuando por circunstancias de la vida las economías no muestran posibilidades de tener un crecimiento relativamente alto y, más bien, pende ominosa sobre muchas personas la continuación de una recesión que hemos vivido y que nos ha costado mucho. Una economía que mantiene una tasa de crecimiento que apenas deja sacar las narices por encima de la superficie del agua que habíamos logrado tan sólo hasta hace pocos años y que ahora sólo parece ofrecernos menores nivel de empleo y más bajos niveles de ingresos familiares.
De ninguna manera es justo que, en momentos en que la situación de nuestra economía es tan difícil, se acuda a la imposición estatal. No estamos en una bonanza relativa, como la que se puede haber tenido hace unos pocos años en el reino del “sabio bienhechor”, que puede haber permitido que el gobierno gastara a manos llenas, pero, eso sí más grave, atando el futuro de la nación a ese gasto desproporcionado. Si lo que en verdad ese gobernante lo que tiene es una mentalidad social-estatista, aunque la disfrace a veces de una actitud presuntamente en favor de la libertad y de la empresa privada y de la vida propia de las familias, lo cierto es que los hechos parecen mostrar que la norma es la contraria: se pretende que el Estado sustituya la acción privada y la mejor manera de lograrlo es extrayendo los recursos que las familias generan para usarla en la satisfacción de sus propios deseos y necesidades políticas.
Difícilmente veremos funcionarios estatales que estén dispuestos a reducirse, por su propia voluntad, como grita el sabanero, los jugosos sueldos que hoy les honran y que contribuiría, aunque poco, a disminuir el déficit gubernamental, pero que, ante todo sería un excelente ejemplo de mesura. La crisis en Europa, ocasionada por el excesivo gasto estatal, ha tenido que llegar a las profundidades que hoy observamos, como para que los altos burócratas, en España, en Grecia, en Inglaterra e Italia acepten reducciones en sus salarios, pues su Estado “ya no echa más”. En cambio, en Costa Rica el jolgorio continúa y ni por broma se asoma la posibilidad de que quienes hoy pretenden recetar con más impuestos al ciudadano, empiecen por sacrificarse ellos, mucho antes de mandar al resto de la ciudanía a la picota tributaria.
Este es tan sólo un ejemplo de un gasto gubernamental que no da trazas de retroceder, pues una característica de la politización de la sociedad, es su creciente burocratización, que implica una planilla estatal cada vez más amplia y de costos mayores. ¡Tan lejos de la sensatez a la que me referí al puro principio! Escogí referirme como ejemplo a los altos sueldos gubernamentales por ser lo que tal vez muestra con mayor y más clara evidencia el interés personal que mueve a los políticos, cual es su propio interés, aunque ciertamente ello es también aplicable a una gama sumamente amplia del gasto público. Una gama que oscila desde aquel empresario preocupado en que si el Gobierno deja de gastar, limitará las compras que hace de su negocio, pasando por aquellos burócratas cómodos por la falta de competencia que diariamente observan, en claro contraste con quienes tiene que pulsearla día a día laborando para conservar el favor de un cliente o perder sus ingresos.
La esperanza está en que el ciudadano diga que ya es suficiente con los impuestos que hoy paga. Dar un NO rotundo a más impuestos, porque si se les otorga más recursos, al fin y al cabo, lo único que va a permitir, como el que está sujeto a la droga, es que agarre más impulso para seguir gastando. Si se les da más plata por la vía de los impuestos, no habrá forma de impedir que puedan seguir su gasto en crecimiento, al cual vislumbran como ilimitado. Si no se le pone un freno, observaremos cómo decaerá nuestra nación y, sobre todo, cada uno de los ciudadanos que hoy habitamos en ella, incluyendo a quienes creen que serán lo que seguirán sirviéndose con la cuchara grande, porque una de las características es que, como la culebra, se termina devorándose a sí misma. Si se empobrece la sociedad productiva, los ingresos de los burócratas también caerán inevitablemente.
Una de las más mayores estupideces del nuevo paquete tributario es que más bien contribuirá a que, una economía ya deprimida, caiga aún más. Con ello podrán recaudar aún menos, hasta que se acabe para todos. Este no es un susto en ocasión de Halloween: este fenómeno se observó desde hace muchos años atrás, en Lagash, en la Sumeria del hoy moderno Irak, hace cerca de unos 6.000 años. Debido a una guerra, la gente de Lagash introdujo grandes impuestos para pagar por ella. Sin embargo, al terminar, no redujeron los gravámenes. En conos de arcilla, en escritura cuneiforme, se lee como había recaudadores de impuestos de lado a lado en la nación.
“Todo estaba gravado. Aún los muertos no podían ser enterrados (igual que va pasar con el IVA ahora, pues también se le aplicará) a menos que se pagara un impuesto.” La historia termina cuando un buen rey, Urukagina, estableció “la libertad de su pueblo” y de nuevo “dejó de haber recaudadores de impuestos”. Sin embargo, la buena medida llegó demasiado tarde, pues poco después el invasor extranjero destruyó la ciudad, mostrando que tal vez la política no fue tan sabia… pero hay otra tableta cuneiforme de Lagash en la cual se lee lo siguiente: “Puedes tener un Dios, puedes tener un Rey, pero al hombre al cual hay que temerle es al recaudador de impuestos”. (Charles Adams, For Good or for Evil: The Impact of Taxes in the Course of Civilization, Lanham, Maryland: Madison Books, 1992, p. p. 2-3).
Jorge Corrales Quesada