
Las observaciones que siguen tuvieron por objeto proporcionar material para un debate en una reunión internacional de liberales (en la acepción inglesa del término). Mi único propósito era sentar las bases de un buen debate general. Como podía suponer las concepciones liberales de mi auditorio, lo que me interesaba era subrayar, más que corroborar, las suposiciones populares relativas a estas concepciones.
I EL MITO DE LA OPINIÓN PÚBLICA
Hemos de estar prevenidos contra diversos mitos relativos a la «opinión pública», que a menudo se aceptan de forma acrítica.
En primer lugar está el mito clásico de vox populi vox que atribuye a la voz del pueblo una suerte de autoridad final sabiduría sin límites. Su equivalente moderno es la fe en la certeza de esa figura mítica encarnación del sentido común, «el hombre de la calle», en la justeza de su voto y de su voz. En ambos casos, es característico evitar el plural. Pero, gracias a Dios, la gente rara vez es unánime, y diversas personas de diferentes calles son tan diferentes como cualquier grupo de VIPs en una sala de reuniones. Y si, ocasionalmente, se expresan de forma unánime, lo que dicen no es necesariamente sensato. Pueden tener razón, o pueden estar equivocados. «La voz» puede ser muy firme en cuestiones muy dudosas (ejemplo: la aceptación casi unánime e incuestionada de la exigencia de una «rendición incondicional»). Y puede oscilar en cuestiones sobre las cuales apenas cabe duda (ejemplo: la cuestión de si hay que condonar el chantaje político, o el asesinato a gran escala). Puede estar bienintencionada pero ser imprudente (ejemplo: la reacción pública que echó por tierra el plan Hoare-Laval). O bien puede no ser ni bienintencionada ni muy prudente (ejemplo: la aprobación de la misión de Runciman; la aprobación del Pacto de Munich de 1938).
No obstante, creo que el mito de la vox populi tiene un núcleo de verdad oculto. Puede expresarse del siguiente modo: a pesar de la información limitada de que disponen, a menudo muchos hombres comunes son más sensatos que sus gobiernos; y si no más sensatos, inspirados por intenciones mejores o más generosas (ejemplos: la disposición a luchar del pueblo de Checoslovaquia, en vísperas de Munich; o, de nuevo, la reacción Hoare-Laval).
Una forma del mito -o quizá de la filosofía subyacente al mito- que me parece de especial interés e importancia es la doctrina de que la verdad es patente. Entiendo por esto la doctrina según la cual, aunque el error es algo que en ocasiones tiene que explicarse (por falta de buena voluntad o por sesgo o prejuicios), la verdad brilla por sí misma, siempre y cuando se suprima. Surge así la creencia de que la libertad, una vez desterrada la opresión y otros obstáculos, debe conducir necesariamente al Reino de la Verdad y la Bondad, a «un Elíseo creado por la razón y agraciado de los más puros goces conocidos por su amor a la humanidad» en palabras de la última frase del Esbozo de un cuadro histórico del progreso de la mente humana, de Condorcet.
Deliberadamente he simplificado en exceso este importante mito, que también puede formularse así: «Nadie que se enfrente a la verdad puede dejar de reconocerla». Quiero denominar a ésta «la teoría del optimismo racionalista». En realidad, se trata de una teoría que comparte la Ilustración con la mayoría de sus herederos políticos y sus mentores intelectuales. Al igual que el mito de la vox populi, es otro mito de voz unánime. Si la humanidad es un Ser al que debemos culto, la voz unánime de la humanidad ha de considerarse su autoridad última. Pero hemos aprendido que esto es un mito, y hemos aprendido a desconfiar de la unanimidad.
Una reacción a este mito racionalista y optimista es la versión romántica de la teoría de la vox populi, la doctrina de la autoridad y singularidad de la voluntad popular, de la volante genérale, del espíritu del pueblo, del genio de la nación, del espíritu de grupo o del instinto de la sangre. No tengo que reiterar aquí la crítica que formularon Kant y otros autores -entre ellos, yo mismo- a estas doctrinas de la aprehensión irracional de la verdad, que culminan en la doctrina hegeliana de la astucia de la razón que utiliza nuestras pasiones como instrumentos para la aprehensión instintiva o intuitiva de la verdad; y que hace imposible que el pueblo se equivoque, especialmente si éste sigue sus pasiones en vez de su razón.
Una variante importante y aún muy influyente del mito es la que puede denominarse el mito del progreso de la opinión pública, que es el mito de la opinión pública del liberal decimonónico. Puede ilustrarse con una cita del Phineas Finn de Anthony Trollope, obra sobre la que ha llamado la atención el profesor E.H. Gombrich. Trollope describe el destino de una moción parlamentaria en favor de los derechos de los arrendatarios agrícolas irlandeses. Se instaura una división de opiniones, y el ministro es derrotado por una mayoría de veintitrés votos. «Y ahora -dice mr. Monk, Presidente del Gobierno- la pena es que no es- tamos ni una pizca más cerca de los derechos de los arrendatarios agrícolas de lo que estábamos antes.»
«Pero sí lo estamos.» «En un sentido, sí. Este debate y esta mayoría harán pensar a la gente. Pero no; "pensar" es una palabra demasiado elevada; por regla general, la gente no piensa. Pero le hará pensar que tiene algo de razón. Muchas personas que antes consideraban quimérica la legislación sobre este asunto, pensarán ahora que sólo es peligrosa, o quizá simplemente difícil. Y así, con el tiempo, pasará a considerarse algo posible, y luego algo probable; y así, finalmente, se considerara en la lista de las pocas medidas que el país precisa como algo absolutamente necesario. Ésta es la manera en que se forma la opinión pública.»«No ha sido una pérdida de tiempo -dijo Phineas- haber dado el primer paso para formarla.» «El primer gran paso lo dieron hace mucho -dijo mr. Monk- los hombres que fueron considerados demagogos revolucionarios, casi traidores, por darlo. Pero es una gran cosa dar cualquier paso que nos lleve hacia delante.»
La teoría aquí expuesta por el miembro liberal-radical del Parlamento, mr. Monk, quizá puede denominarse una teoría de la vanguardia de la opinión pública, o la teoría del liderazgo de los adelantados. Es la teoría de que existen líderes o creadores de opinión pública que, mediante libros o folletos y cartas al Times, o bien mediante discursos y mociones parlamentarias, consiguen que algunas ideas sean rechazadas primero, luego debatidas y finalmente aceptadas. Aquí se concibe la opinión pública como una especie de respuesta pública a las ideas y esfuerzos de aquellos aristócratas de la mente que crean nuevos pensamientos, ideas y argumentos. Se concibe como un proceso lento, algo pasivo y por naturaleza conservador, pero que sin embargo es capaz de discernir intuitivamente, a la postre, la verdad de las pretensiones de los reformadores, como arbitraje lento, pero definitivo y de autoridad, de los debates de la élite. Sin duda, ésta es otra forma de nuestro mito, por mucho que, a primera vista, pueda parecer que gran parte de nuestra realidad inglesa se ajusta a él.
Indudablemente, las pretensiones de los reformadores a menudo han prosperado exactamente de esta forma. Pero, ¿sólo prosperan las exigencias válidas? Tiendo a creer que, en Gran Bretaña, no es tanto la verdad de una afirmación o la sensatez de una propuesta lo que hace probable que una política goce del apoyo de la opinión pública, como la sensación de que se está cometiendo una injusticia que puede y debe rectificarse. Lo que describe Trollope es la característica sensibilidad moral de la opinión pública, y la forma en que a menudo se ha suscitado, al menos en el pasado; su intuición de la injusticia más que su intuición de la verdad de hecho. Es discutible en qué medida es aplicable a otros países la descripción de Trollope; y sería peligroso suponer que incluso en Gran Bretaña la opinión pública seguirá siendo tan sensible como en el pasado.
II. LOS PELIGROS DE LA OPINIÓN PÚBLICA
La opinión pública (sea cual fuere) es muy poderosa. Puede cambiar gobiernos, incluso gobiernos no democráticos. Los liberales deben contemplar semejante grado de poder con cierta dosis de sospecha.
Gracias a su anonimato, la opinión pública es una forma irresponsable de poder y, por ello, particularmente peligrosa desde el punto de vista liberal (ejemplo: los obstáculos por razón del color de la piel y otros problemas raciales). El remedio en una dirección es obvio: al reducir al mínimo el poder del Estado, se reducirá el peligro de la influencia de la opinión pública, que se ejerce a través del Estado. Pero esto no garantiza la libertad de la conducta y el pensamiento individual de la presión directa ejercida por la opinión pública. En este aspecto, el individuo necesita la poderosa protección del Estado. Estos requisitos contrapuestos pueden reconciliarse, al menos parcialmente, con un cierto tipo de tradición.
La doctrina de que la opinión pública no es irresponsable, sino de algún modo «responsable ante sí misma» -en el sentido de que sus errores tienen consecuencias que caen sobre el público que defiende la opinión equivocada- es otra forma del mito colectivista de la opinión pública: la propaganda equivocada de un grupo de ciudadanos puede perjudicar fácilmente a otro grupo.
III. LOS PRINCIPIOS LIBERALES: UN GRUPO DE TESIS
1. El Estado es un mal necesario: sus poderes no deben multiplicarse más allá de lo necesario. Podría llamarse a este principio la navaja liberal (en analogía con la navaja de Ockham, es decir, el famoso principio de que no se deben multiplicar las entidades o esencias más de lo necesario).
Para demostrar la necesidad del Estado no apelo a la concepción del hombre sustentada por Hobbes: homo-homini-lupus. Por el contrario, puede demostrarse su necesidad aun si suponemos que homo homini felis, es decir, aun si suponemos que -debido a su amabilidad o su angélica bondad- nadie perjudica nunca a nadie. Aun en un mundo semejante habría hombres débiles y fuertes, y los más débiles no tendrían ningún derecho legal a ser tolerados por los más fuertes, sino que tendrían que agradecerles su bondad al tolerarlos. Quienes (fuertes o débiles) piensen que éste es un estado de cosas satisfactorio y que toda persona debe tener derecho a vivir y el derecho a ser protegido contra el poder del fuerte, estará de acuerdo en que necesitamos un Estado que proteja los derechos de todos.
Es fácil comprender que el Estado es un peligro constante o (como me he aventurado a llamarlo) un mal, aunque necesario. Pues para que el Estado pueda cumplir su función, debe tener más poder que cualquier ciudadano privado o cualquier corporación pública; y aunque podamos crear instituciones en las que se reduzca al mínimo el peligro del mal uso de esos poderes, nunca podremos eliminar completamente el peligro. Por el contrario, parece que la mayoría de los hombres tendrán siempre que pagar por la protección del Estado, no sólo en forma de impuestos, sino hasta bajo la forma de la humillación sufrida, por ejemplo, a manos de funcionarios prepotentes. De lo que se trata es de no pagar demasiado por ello.
2. La diferencia entre una democracia y una tiranía es que en la primera es posible sacarse de encima el gobierno sin derramamiento de sangre; en una tiranía, eso no es posible.
3. La democracia como tal no puede conferir beneficios al ciudadano, y no debe esperarse que lo haga; los únicos que han de actuar son los ciudadanos de una democracia (incluidos, por supuesto, los ciudadanos que integran el gobierno). La democracia no proporciona más que la armazón en la cual los ciudadanos pueden actuar de una manera más o menos organizada y coherente).
4. Somos demócratas no porque la mayoría siempre tenga razón, sino porque las tradiciones democráticas son las menos malas que conocemos. Si la mayoría (o la «opinión pública») se decide en favor de la tiranía, un demócrata no tiene que suponer que por ello se ha puesto de manifiesto una incongruencia fatal en sus opiniones. Más bien debe comprender que la tradición democrática no es lo suficientemente fuerte en su país.
5. Las instituciones solas nunca son suficientes si no están atemperadas por las tradiciones. Las instituciones son siempre ambivalentes en el sentido de que, a falta de una tradición fuerte, también pueden servir al propósito opuesto al que estaban destinadas a servir. Por ejemplo, se supone que una oposición parlamentaria debe impedir, hablando en términos generales, que la mayoría robe el dinero de los contribuyentes. Pero recuerdo bien un turbio asunto que se dio en un país del sudeste de Europa que ilustra la ambivalencia de esta institución: en ese país, la oposición compartió el botín con la mayoría.
Resumiendo: las tradiciones son necesarias para establecer una especie de vínculo entre las instituciones y las intenciones y evaluaciones de las personas individuales.
6. Una utopía liberal -esto es, un Estado racionalmente diseñado a partir de una tabula rasa sin tradiciones- es algo imposible. Pues el principio liberal exige que las limitaciones a la libertad de cada uno que hace necesaria la vida social deben ser reducidas a un mínimo e igualadas en lo posible (Kant). Pero, ¿cómo aplicar a la vida real un principio a priori semejante? ¿Debemos impedir a un pianista que estudie o debemos privar a su vecino de una siesta tranquila? Todos estos problemas sólo se pueden resolver en la práctica apelando a las tradiciones y costumbre existentes y a un tradicional sentido de justicia; al derecho común, como se llama en Gran Bretaña, y a la apreciación equitativa de un juez imparcial. Por ser principios universales, todas las leyes han de interpretarse de forma que puedan ser aplicadas; y una interpretación requiere algunos principios de práctica concreta, que sólo una tradición viva puede aportar. Y esto es especialmente cierto con respecto a los principios tan abstractos y universales del liberalismo.
7. Los principios del liberalismo pueden considerar (al menos en la actualidad) principios para evaluar -y, si es preciso, modificar o cambiar- las instituciones existentes, en vez de sustituirlas. También se puede expresar esto diciendo que el liberalismo es un credo evolutivo más que revolucionario (a menos que se enfrente a un régimen tiránico).
8. Entre las tradiciones que debemos considerar más importantes está la que podríamos llamar el «marco moral» (correspondiente al «marco legal» institucional de una sociedad). Este marco contiene el sentido tradicional de la justicia o la equidad de una sociedad, o el grado de sensibilidad moral que ha alcanzado. Este marco moral sirve de base que hace posible alcanzar un compromiso justo o equitativo entre intereses en conflicto cuando es necesario. Por supuesto, no es inmutable, pero cambia comparativamente a ritmo lento. No hay nada más peligroso que la destrucción de este marco tradicional, como se propuso hacer el nazismo. Su destrucción conduce, finalmente, al cinismo y el nihilismo, es decir, al desprecio y la disolución de todos los valores humanos.
IV. LA TEORÍA LIBERAL DE LA LIBRE DISCUSIÓN
La libertad de pensamiento y la libre discusión son valores liberales supremos que en realidad no necesitan ulterior justificación. Sin embargo, también pueden justificarse pragmáticamente sobre la base del papel que desempeñan en la búsqueda de la verdad.
La verdad no es manifiesta, y no es fácil llegar a ella. La búsqueda de la verdad exige, al menos,
a) imaginación
b) ensayo y error
c) el descubrimiento gradual de nuestros prejuicios mediante
a), b) y la discusión crítica.
La tradición racionalista occidental, que deriva de los griegos, es la tradición de la discusión crítica, del examen y la comprobación de proposiciones o teorías mediante intentos de refutación. No hay que confundir este método racional con un método de prueba, es decir, con un método para establecer definitivamente la verdad; tampoco es un método que asegure siempre el acuerdo. Su valor está, más bien, en el hecho de que todos los participantes en una discusión cambiarán de opinión en cierta medida, y se separarán siendo un poco más sabios que antes.
A menudo se afirma que la discusión sólo es posible entre personas que tienen un lenguaje común y que aceptan suposiciones básicas comunes. Creo que esto es un error. Todo lo que se necesita es la disposición a aprender del interlocutor en la discusión, lo cual incluye un genuino deseo de comprender lo que éste quiere decir. Si existe esta disposición, la discusión será tanto más fructífera cuanto mayor sea la diferencia de los puntos de partida de los interlocutores. Así, el valor de una discusión depende en gran medida de la variedad de las opiniones rivales. Si no hubiera habido una Torre de Babel, deberíamos inventarla. El liberal no sueña con un perfecto acuerdo en las opiniones; sólo desea la mutua fertilización de las opiniones y el consiguiente desarrollo de las ideas. Aun cuando resolvamos un problema con universal satisfacción, al resolverlo creamos muchos nuevos problemas acerca de los cuales es probable que discrepemos. Y esto no debe lamentarse.
Aunque la búsqueda de la verdad por medio de la discusión racional es un asunto público, a partir de ella no se forma la opinión pública (sea cual fuere). Aunque la opinión pública pueda recibir la influencia de la ciencia y pueda juzgar a ésta, no es el producto de la discusión científica.
Pero la tradición de la discusión racional crea, en el campo político, la tradición de gobernar mediante la discusión y, con ella, el hábito de escuchar el punto de vista del otro, el desarrollo del sentido de la justicia y la predisposición al compromiso.
Por lo tanto, lo que esperamos es que la tradiciones, al cambiar y desarrollarse bajo la influencia de la discusión crítica y en respuesta al desafío que suponen los nuevos problemas, puedan reemplazar a gran parte de lo que se llama habitualmente la «opinión pública» y asuman las funciones que se supone cumple ésta.
V. LAS FORMAS DE LA OPINIÓN PÚBLICA
Hay dos formas principales de opinión pública: la institucionalizada y la no institucionalizada.
Ejemplos de instituciones que sirven a la opinión pública (o influyen sobre ésta): la prensa (inclusive las Cartas al Director); los partidos políticos, sociedades como la Sociedad Mont Pélerin, las universidades, las editoriales, la radiodifusión, el teatro, el cine y la televisión.
Ejemplos de opinión pública no institucionalizada: lo que la gente comenta en los trenes y otros lugares públicos acerca de los «hombres de color»; o lo que las personas se dicen alrededor de una mesa de comedor (esto puede incluso llegar a institucionalizarse).
VI. ALGUNOS PROBLEMAS PRÁCTICOS: LA CENSURA Y LOS MONOPOLIOS DE LA PUBLICIDAD
En esta sección no ofrecemos tesis, sino sólo problemas. ¿Hasta qué punto la lucha contra la censura depende de una tradición de censura autoimpuesta?
¿Hasta qué punto los monopolios editoriales establecen una especie de censura? ¿En qué medida tienen los pensadores líber para publicar sus ideas? ¿Puede haber una completa libertad para publicar? Y ¿debe haber una total libertad para publicar cualquier cosa?
La influencia y la responsabilidad de la intelligentsia: a) sobre la difusión de las ideas (ejemplo: el socialismo); b) sobre la aceptación de modas a menudo tiránicas (ejemplo: el arte abstracto).
La libertad de las universidades: a) la interferencia del Estado; b) la interferencia privada; c) la interferencia en nombre de -a opinión pública.
La administración (o la planificación) de la opinión pública. Los «funcionarios de relaciones públicas».
El problema de la propaganda en favor de la crueldad en los periódicos (en especial en los cómics), el cine, etc.
El problema del gusto. Estandarización y nivelación.
El problema de la propaganda y la publicidad versus la difusión de la información.
VII. UNA BREVE LISTA DE EJEMPLOS POLÍTICOS
La siguiente lista contiene casos dignos de un minucioso análisis:
1. El plan Hoare-Laval y su derrota por el poco razonable entusiasmo moral de la opinión pública.
2. La abdicación de Eduardo VIII.
3. Munich.
4. La rendición incondicional.
5. El caso Crichel-Down.
6. El hábito inglés de aceptar las situaciones de penuria sin quejarse.
Esta entidad intangible y vaga llamada opinión pública revela a veces una sagacidad sin rebuscamiento o, más a menudo, una sensibilidad moral superior a la del gobierno. Sin embarga, constituye un peligro para la libertad si no está moderada por una fuerte tradición liberal. Es peligrosa como árbitro del gusto e inaceptable como arbitro de la verdad. Pero a veces puede asumir el papel de un ilustrado árbitro de la justicia (ejemplo: la liberación de los esclavos en las colonias británicas). Desgraciadamente, puede ser «administrada». Sólo se pueden contrarrestar estos peligros reforzando la tradición liberal.
Hay que distinguir la opinión pública de la publicidad de la discusión libre y crítica que es (o debería ser) la norma en la ciencia, y que incluye la discusión de problemas relativos a la justicia y otras cuestiones morales. La opinión pública recibe la influencia de discusiones de este tipo, pero no es el resultado de éstas ni está bajo su control. Su benefactora influencia será tanto mayor cuanto más honradas, simples y claras sean tales discusiones.
Karl R. Popper